Para los mexicas, la muerte no era el final, sino el inicio de un viaje lleno de desafíos hacia el Mictlán, el lugar donde descansaban las almas que habían muerto de forma natural. Pero nadie podía llegar ahí sin ayuda. Según su cosmovisión, solo un perro podía guiar al alma del difunto por ese largo y complicado camino.
Sí, el mismo animal que en vida acompañaba, jugaba y cuidaba, tenía también la misión sagrada de acompañar a su dueño después de morir.
De acuerdo con los relatos recopilados por investigadores y la UNAM Global, el alma debía cruzar nueve niveles antes de llegar al Mictlán. Uno de los más importantes era el río Chiconahuapan, que solo podía atravesarse con la ayuda de un perro. En la otra orilla esperaban canes de diferentes colores: los blancos se negaban porque no querían ensuciarse, los negros porque ensuciarían el agua, pero solo los perros bermejos (de tono café o rojizo) aceptaban ayudar.
El difunto debía llamar al animal por su nombre y este lo cruzaba sobre su lomo. Una vez cumplida su misión, el perro regresaba al punto de partida, listo para ayudar a otro espíritu en su tránsito.
Los mexicas creían que los perros, especialmente el xoloitzcuintle, podían moverse entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Su naturaleza de alimentarse de restos orgánicos los vinculaba al ciclo de la vida, la descomposición y la transformación, convirtiéndolos en símbolos del paso entre ambos planos.
Arqueólogos han hallado evidencia de esta creencia en distintas regiones del país. En Tula, Hidalgo, se descubrieron entierros donde alrededor de 30 perros fueron sepultados junto a humanos, como acompañantes al inframundo. También se han encontrado restos de perros en tumbas que datan de hace más de dos mil años, lo que confirma que esta práctica era común en Mesoamérica.
Aunque la llegada de los españoles prohibió los sacrificios rituales, la tradición sobrevivió. Algunas comunidades siguieron incluyendo figuras de barro o fibras vegetales con forma de perro en los entierros, para sustituir a los animales y mantener viva la creencia sin enfrentar castigos.
El xoloitzcuintle se convirtió con el tiempo en símbolo nacional, pero no fue el único guía del alma: existieron otros como el tlalchichi, un perro bajito y robusto también encontrado en entierros prehispánicos.
Hoy, esta leyenda sigue presente en la cultura mexicana. Cada Día de Muertos, cuando recordamos a nuestros seres queridos —incluyendo a las mascotas—, evocamos sin saberlo esa antigua idea mexica: que los perros no solo nos acompañan en vida, sino también en el viaje final.
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